Llueve. Llueve mansamente sobre el otoño
y sus fachadas. La ciudad dorada se derrite
entre los charcos, y las torres, compactas
como coágulos terrosos, asemejan doblegar
al cielo con sus fustes de piedra centenaria.
Salamanca es la más bella ciudad en el otoño.
Todo en ella respira fervor, y una paz autista
se apodera de sus calles cuando llueve.
Una iglesia campanea y llama a misa.
Desde su atalaya el silencio se trocea
en armónicos de bronce vegetal,
y una procesión mutilada y siseante penetra
entre sus muros entumecidos de tiempo.
Es terriblemente hermosa esta ciudad de ascuas
y torres encendidas bajo las crines locas del otoño,
cuando el viento húmedo hace desmayar y aja
la transparencia palpitante de sus fuegos.
Cuando el cielo astilla la claridad ebria
de su tarde, con inclinadas agujas que acarician
y fragmentan las aceras de brillos y cristales,
como una salmodia de sosiego bautismal.
Tras la ventana, el asfalto se salpica de paraguas,
de lentas pisadas que acompañan la cadencia
plácida del día, el invicto desamparo de sus luces
como fanales despintados bajo el agua.
-En cada puerta clausurada, se intuye el gorgoteo
furioso de la vida, arropada de humedad-
Esta ciudad añeja y peregrina, con su lujuriosa
sucesión de estrellas, brisas y manantiales,
como una cuchillada líquida en la retina,
duele de tanta hermosura en el otoño.
Asunción ESCRIBANO, "Certeza", La disolución.
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